México, DF, Febrero, 1981
Los mundos de Julián
Por Vladimir Huber
Se giró y vio que el doctor lo observaba. No se sintió sorprendido; hacía días que lo venía siguiendo, pero no sólo en el aspecto profesional, sino que había un cierto interés difícil de explicar. Sus miradas se cruzaron, y así estuvieron durante un rato, el cual fue interminable para el doctor, no así para Julián. Poco a poco se acercó al médico, se paró en frente de él a unos pocos metros de distancia, y lo observó detenidamente. El doctor se sintió muy incómodo, ya que era como si esa observación tan detenida y concisa fuera el análisis previo a la formulación del diagnóstico. El era el médico y no el paciente. El que se invirtieran los papeles le incomodaba bastante. Trató de eludir la mirada de Julián, pero no pudo. Era una mirada firme, pero a la vez, con una gran paz, y esto último era lo que más inquietaba a los demás médicos que lo habían tratado, así como a las enfermeras que lo habían atendido. Ya que no podía eludir su mirada, intentó alejarse, pero algo había que se lo impedía. El, que se encargaba de atender enfermos mentales, comenzaba a sentir una especie de esquizofrenia; sí, algo que lo empujaba a actuar en dos direcciones. Una de sus partes se quería marchar, pero la otra deseaba ansiosamente quedarse. Esa parte no soportaba la incomodidad de ser observado por Julián. Se sentía desnudo. Era como si se encontrara siendo traspasado por el análisis de los rayos X. ¿Por qué se tenían que invertir ahora todos los papeles? ¿Y por qué le ocurría esto sólo con Julián? Jamás se había podido responder estas interrogantes.
– «Doctor, lo llaman por una emergencia». Rápidamente fue sacado de su mundo con Julián para volver a la ‘realidad’. Julián también se sobresaltó, y regresó al hospital. De ambos desapareció esa mirada comprensiva que no necesitaba palabras, y esto no dicho de una manera metafórica, sino que literal.
Atendió el problema que había y regresó con Julián. Era un caso que lo apasionaba. ¿Y por qué un caso y no una persona? Es que en la escuela de medicina le habían enseñado a no involucrar los sentimientos dentro de la terapia. Podía tener resultados muy negativos al acercarse tanto. Pero, ¿cuánto se podía acercar a Julián, sin quemarse? Eso no se lo habían dicho. Le recomendaron ser amable y humano, pero muy profesional. Nunca llegó a comprender cabalmente lo que era ser profesional. O no lo quería comprender, ya que le atemorizaba ser profesional. Siempre tuvo problemas en la escuela de medicina por estas dudas que le surgían. Casi no se pudo titular de médico, ya que había un maestro que hasta comenzó a dudar de su salud mental por cuestionarse tantas cosas. Sus preguntas creaban muchos problemas, y casi nunca se las respondían, o al menos, no satisfactoriamente. ¡Cómo le dolía que lo dejaran con las interrogantes, así, como si no merecieran aunque fuera una corta respuesta! Hasta había veces en que se limitaban a esbozar una sonrisa irónica a sus dudas. Y lo de Julián también le estaba comenzando a traer problemas. Pasaba tanto tiempo al día con Julián, que ya comenzaba a decir muchas de las ‘tonteras’ que este decía. Ahora sí comenzaba a temer por su salud mental. Sus compañeros se lo decían. Pero, ¿cómo dejar a Julián solo con los demás médicos? Lo llenarían de pastillas de mil colores, y algunos pinchazos cuando no se quisiera tomar las ‘pildoritas’, como las llamaban los que venían de provincia. Pero…
– «Doctor, ¿en qué piensa?», le preguntó una voz casi paternal. Era tranquila, pero suave y firme, como brindándole la protección y estabilidad que no hallaba en sus martirios mentales. Se asustó y volvió bruscamente al hospital. Julián seguía allí, mirándolo apaciblemente. Como esperando que terminara con sus pensamientos, aunque estos rara vez tenían un fin.
– «¿En qué piensa, doctor?» No le vaya a traer problemas el andar tan pensativo. Recuerde, no más, todas las cosas que después dicen de usted por ahí. Ya sabe que hay mucha gente que no lo quiere, o le teme, quizás».
No sabía quién era el paciente, si Julián o él. Pero lo escuchó atentamente. Sabía que no hablaba tonteras, aunque habían veces que hasta él se reía de lo que contaba Julián.
– «Sí, doctor; yo me observaba desde la esquina de la habitación, desde el techo, y me veía enterito, como si fuera un espejo. Y escuchaba todo lo que pensaban los demás. Habían dos o tres, pero ellos no me veían. Bueno, en realidad, veían al que estaba sentado en la silla, pero no al del techo. Veía unos colores que rodeaban sus cuerpos, y muchas cosas más. Luego, entraba la enfermera y me daba las pildoritas. Yo me resistía un poco, pero luego me acordaba de las inyecciones, entonces me tomaba todas esas cositas de colores. Y de arriba se veían bien distintas; no se les veían los colores. Arriba nadie me molestaba. Al rato llegaba mi madre y… Sí, ya sé que se murió, pero qué quiere que le haga si ella venía a verme. Traía a casi toda la familia, y usted ya sabe que somos unos cuantos. Pero los demás de la habitación no nos veían. Menos mal, porque se hubieran puesto a chillar, o qué sé yo qué. Ya los conoce. A propósito: quedaron de venir mañana y traerle unos mangos. Ya saben que usted se vuelve loco…, bueno, usted me entiende, que le gustan mucho los mangos. Y estos son de la huerta de la familia, así que son muy sanitos. Y yo veía todo mi pasado, vidas pasadas, ¡ah!, y lo que haré en el futuro. Es algo muy lindo, doctor. Así no hay dudas. Pero, no me ponga esa cara. Ya sé que estoy medio mal de la cabeza, por algo estoy aquí, pero, ¿no me va a creer nada de lo que le digo? Bueno, ya tuvo problemas por repetir algunas de las cosas que le digo, pero usted escuche no más, y se las guarda. Y lo veía a usted en la oficina haciendo no sé qué con unos libros, pero no de medicina, sino que tenían unas figuras medias raras. ¿Qué le pasa; para qué se pone así? ¿Que a qué hora fue? Como a eso de las siete de la tarde. Sí, ayer. Y sentía como si las paredes vibraran conmigo. Todo vibraba, era muy raro, pero sin moverse. Todo se movía y todo estaba quieto. Claro, esto no se puede entender, y por eso estoy aquí. Me cuidan y me dan medicinas, pero cuando me las dan, veo menos cosas, aunque hay veces que con las medicinas sólo veo nubarrones bien feos, y la verdad, entonces tengo mucho miedo».
El doctor estaba mojado por el sudor, pero frío. No comprendía cómo Julián había podido saber lo de sus libros. Ya había puesto gente a espiarlo, pero no era necesario ya que no podía acercarse a las oficinas de los médicos. Le tenía mucho afecto a Julián, pero no podía negar que había veces que le daba mucho miedo. Algunos lo llamaban el brujo, pero era un apodo demasiado fácil. Algo más había de lo que Julián contaba. ¿Estaba realmente loco? Se lo había preguntado una y mil veces.
Según los libros eran alucinaciones que se podían producir por efectos del alcohol, cuando el paciente entraba en estados delirantes. O llevándolo a problemas más actuales, más propios de la juventud, se habían dado muchos casos de jóvenes que habían consumido LSD, hongos alucinógenos, u otras drogas parecidas, y que una vez acabado el ‘viaje’, continuaban viendo todo tipo de realidades. Habían quedado ‘colgados’, que era como lo llamaban algunos médicos y los que consumían estos alucinógenos. Pero Julián no bebía, ni jamás había tomado hongos o cosas parecidas. ¿Y cómo, entonces?
Según informó la gente del pueblo, o aldea, en realidad, siempre fue un niño sano, aunque tenía ‘sus ideas’. ¿Y estaba loco? Los libros decían que sí, pero él lo dudaba. Entonces, ¿dónde quedaban todos sus estudios, sus largos años de sacrificio, tomando Coca-Cola y café para no dormirse, o algunas pastillas de anfetamina que después le daban unas depresiones tremendas? ¿Valió la pena estudiar tanto, si ahora no lograba entender un caso, aunque hay que reconocer que no era un caso más, o normal? ¿Por qué le vino a tocar a él conocer a Julián, habiendo tantos otros médicos? Pero tampoco podía prescindir de Julián. Ya no sabía quién necesitaba más a quién. ¡En qué embrollo se había metido!
– «Lamento causarle tantos problemas, doctor. Yo quisiera poder ayudarlo, pero parece como si me fuera envejeciendo al vivir aquí dentro. Cada vez que me dan las pastillas, me siento atontado. Y por otro lado, me da miedo salir, ya que en el pueblo no me quieren mucho. Como yo les escuchaba los pensamientos, nadie se quería acercar a mí. Pero no les valía de nada, ya que no importaba la distancia. ¿Por qué no nací normal, doctor; por qué?»