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Castigos escolares al paredón

Sin medida ni clemencia

El Mercurio de Valparaíso Domingo 21 de abril, 2002


A pesar de la reforma educacional y de los discursos sobre la importancia de velar por la autoestima de los alumnos para mejorar el rendimiento académico, muchos establecimientos y con ellos su cuerpo docente aún siguen utilizando sanciones disciplinarias medievales. Los castigos psicológicos que, indican los expertos, dejan huella para la vida entera, siguen siendo una práctica habitual para mejorar la mala conducta al interior del aula
Por Paola Passig V.

Albert Einstein estuvo a punto de irse a un politécnico alemán a estudiar carpintería o algún otro oficio. Así al menos se lo recomendaron a su madre los profesores quienes, viendo su comportamiento académico, estaban convencidos de que no tenía cabeza para ir a la universidad. ¿La razón? Desordenado, desconcentrado, bajo rendimiento. ¿El verdadero motivo de su actitud? Se aburría en clases. Afortunadamente sus padres no siguieron el consejo y Einstein sí fue a la universidad, estudió física y descubrió la teoría de la relatividad que revolucionó el mundo científico.
Y si bien no todos los alumnos desordenados, desadaptados o desconcentrados terminarán convertidos en premios Nobel, lo cierto es que muchos talentos pueden perderse o debilitarse en el camino desmotivados por sanciones humillantes que incidirán más tarde en su desarrollo laboral y emocional.
Pero, tal como lo afirma el psicólogo Vladimir Huber, el caso del científico alemán también demuestra que no siempre tras un niño desordenado se esconde un mal alumno y que el gran desafío de los profesores post reforma educacional es, sin duda, cómo lidiar con los estudiantes sin tener que recurrir a castigos psicológicos que corroen el alma.
Y estas sanciones, lejos de lo que muchos puedan pensar, son el pan de cada día. Hace poco más de un mes un chico de ocho años fue enviado durante tres semanas a un curso de niñas. ¿La razón? Inquieto y mal alumno. Su madre denunció que le habían cambiado el nombre por otro femenino y que esta experiencia, aparte de la humillación y la secuela psicológica, le provocó aversión a las niñas. Según otros apoderados este es sólo uno de los tantos castigos disciplinarios que se producirían en ese establecimiento santiaguino.
Otras conductas reñidas con el respeto a la autoestima que propugna la reforma es lo que le sucedió a Miguel, de sólo seis años, a quien su profesora jefe no lo dejó salir a recreo por ir al baño durante horas de clases. El chico le contó a su madre que cuando pidió permiso la profesora no se lo dio y como ya no se aguantaba más, tuvo que salir corriendo.

Rincón de los tormentos
Pero lo de aprender con garrote y zanahoria tiene su historia en Chile y en el mundo. Un ejemplo, hace cien años en Sudáfrica se inventó el «Castigador ortomático». El instrumento estaba inspirado un poco en el sillón destinado a las electrocuciones norteamericanas. Un diario de la época daba cuenta del mecanismo: «Se compone en efecto, de una silla, que sujeta al delincuente (alumno) desde el momento en que se le hace sentar en ella y que no lo suelta antes de que haya pagado su deuda a la justicia académica. Un sistema de correderas y tableros delimita y encuadra exactamente la parte del cuerpo sobre la cual ha de verificarse el castigo. Por otra parte, un mecanismo de relojería, esmeradamente graduado, regula matemáticamente el número y la intensidad de los golpes que el paciente debe cobrar, y una caña de Indias, de la más exquisita flexibilidad, se los administra automáticamente, con una sangre fría que le envidian todos los educadores de la infancia».
A mediados de siglo en un prestigioso colegio de hombres de Viña del Mar la situación era la siguiente, según la describe un ex alumno, el hoy psicólogo Vladimir Huber. «Había varios profesores e inspectores que daban golpizas. Recuerdo uno en particular y que era inglés. El procedimiento era el siguiente: se llevaba al alumno hasta su oficina donde tenía unos nueve instrumentos de golpe. Había fustas de caballos, reglas, varillas, coligües, todo tipo de palos. Entonces el inspector decía en inglés «¡choose!» (escoge) y uno tenía que escoger el instrumento de la tortura. Claro, uno siempre trataba de escoger el que suponía causaba menos dolor. En todo caso la duración de los golpes dependía más que de la falta, de cómo nos comportábamos durante la golpiza. Si el alumno gritaba mucho o trataba de esquivar los golpes, más castigo, mientras que a mayor sometimiento, te propinaban los golpes que estaban establecidos. Las marcas duraban varios días. Es curioso, pero este tipo de castigo entra en el nivel sadomasoquista. Es decir el castigado colaboraba con el castigador escogiendo el instrumento de su dolor. Y obviamente este tipo de castigo influye en la formación de caracteres masoquistas activos que colaboran con el sádico».

Decreto salvador
Huber también recuerda otros castigos menores. «Usábamos el pelo muy corto. Entonces el profesor nos pasaba la goma de borrar desde la zona en que termina la patilla, hacia el área que rodea la oreja. Dolía una barbaridad. Nos daban muchos coscorrones y nos pegaban con la regla de canto sobre las yemas de los dedos unidas entre sí. Había una profesora encargada de propinar las palizas hasta sexta preparatoria. Tenía unas manos enormes y con los nudillos sobresalientes, quizás artríticas. Cuando entraba a la sala no volaba una mosca».
Lo golpes terminaron, recalca, cuando el Presidente Frei padre puso término por decreto a las golpizas en 1964, las que casi no existían en los establecimientos públicos, pero que eran práctica habitual en los privados. «Ese año cesaron en mi colegio cesaron, aunque no en el internado».
Diego Maquieira es otro ex alumno de colegio privado -estuvo en nueve- que vio con sus propios ojos cómo lo maestros propinaban violencia física a los alumnos, incluso con autorización de los padres. «Vi cachetazos feroces y empujones violentos; estuve en lugares donde eran permitidos los castigos físicos, y eso que se trataba de un colegio bastante elegante», comenta.
Pero, a pesar de todo no quedó traumado. Su fuerte resistencia interior lo salvó ileso declara. «El colegio me hizo abrir los ojos y, por eso, nunca perdonaré a un profesor de química que se rehusó durante todo un año a darme la fórmula del agua bendita», protesta.

Vergüenza en la sala
Paula Osorio, periodista, cuenta sus recuerdos de cuarto básico, a mediados de los 70, en el Colegio Anglo Chileno de Santiago. «Es la única profesora de la que no olvidé el nombre. Se llamaba Elba Lillo, era alta, así al menos me lo parecía; delgada, como la novia de Popeye; tenía el pelo oscuro y largo, y usaba unas botas negras de charol donde sus piernas nadaban», recuerda. «A mí en particular no me castigó nunca, porque era una niña tímida, buena alumna, no daba problemas. Sin embargo, recuerdo a un compañero, Alfonso, que era rubio, pálido, flaco, con ojos de un azul debilucho. De hecho parecía un Papelucho esmirriado. Era hijo de un médico y debe haber tenido problemas. Y es que Alfonso se hacía pipí, y algunas veces otras cosas durante las clases. No alcanzaba a avisar. Lo tremendo era la reacción de la profesora que lo retaba delante del curso y lo sentaba en una silla en un rincón, para que todos los miráramos. A mí empezaba a venir como un calor, no me atrevía a mirarlo, me daba una mezcla de pena y vergüenza ajena, pero jamás en ese momento pensé que la profesora pudiera estar equivocada. Pensaba «qué bueno que yo no me hago pipí». Ahora, claro, lo encuentro horroroso. A ella debieron enviarla al psicólogo».

De rodillas
Rodrigo Roldán, diseñador gráfico, recuerda un episodio que le ocurrió en sexto básico allá por el año 1980, en el Colegio Cereceda de Viña del Mar. «Era buen alumno y no daba mayores problemas salvo los típicos de los niños. De hecho me habían becado. Pero una vez, en clases, nos pusimos a jugar con papeles y a contar chistes con unos compañeros. El profesor se indignó a tal punto que nos hizo arrodillarnos durante una hora delante del pizarrón. Ahí estuvimos, mientras se hacía la clase. Quise llorar, pero me aguanté. Cuando llegué a la casa conté lo que me había pasado y mi papá fue al otro día furioso. No quería reclamar, quería pegarle al profesor. Pero no pudo encontrarlo. Un auxiliar le contó que se había escondido. «Qué se esconda nomás, dijo mi papá, porque donde lo encuentre le voy a pegar». Obviamente, nunca le pegó y todo llegó hasta ahí. Si le llegara a suceder algo así a mi hija, yo voy a buscar al profesor a su casa».
Empezando el nuevo milenio las cosas no han cambiado mucho. No hace mucho en un colegio particular de Valparaíso a Julián y Camilo, de 10 años, los castigaron por hacer morisquetas obligándolos a pararse contra el pizarrón delante del curso. Julián también tenía ganas de llorar y también se aguantó. Terminado el castigo y a la salida de un recreo el mismo profesor lo sorprende amenzando con el puño a un compañero que está molestando a su amigo que es bajito y a quien molestan por lo mismo. Julián, siguiendo los consejos de la mamá, siempre trata de defender a sus amigos. Cuando el profesor lo sorprende le dice «así que ahora estamos de matón ¿ah?» y cuando Julián trata de explicar sus motivos, le dice: «¡y además contestador!». Su mamá se pregunta ¿qué ganas le van a quedar a Julián de conversar y entender situaciones si el profesor no escucha razones?».
Otras prácticas que suelen ocurrir en el aula, más allá de dejarlos sin recreo o anotarlos en el libro, es, por ejemplo, arrancar las hojas del cuaderno porque está mal escrito o porque el alumno tiene mala letra.

¿Responsables o culpables?

Para Vladimir Huber, el sistema educativo que se practica en Chile y en gran parte del mundo está basado en la jerarquía militar, en el modelo patriarcal de sociedad, donde se supone que el adulto sabe más que el niño. «Y claro, puede saber unos datos más, pero no tiene la sabiduría de la niñez. El niño pierde la sabiduría a través del proceso de socialización que se imparte básicamente a través del sistema educacional y por eso el adulto es luego tan limitado en su capacidad de espontaneidad, de comunicarse, en su sabiduría general», advierte.
Cuando hay una jerarquía vertical, donde el niño es el último de la cola, comienza poco a poco a sentirse de esa forma. «El niño está en una cultura foránea, la del adulto. Eso de sentar a un niño y de presionarlo para que esté quieto, callado, sobre un banco, es forzarlo a nivel biológico, fisiológico, psicológico y sociológico. Es natural que un niño quiera moverse y por eso, por comportarse como niños, se les castiga, se les humilla, y antiguamente se les golpeaba. ¿O sea el gran pecado del niño es comportarse como niño? La verdad es que los estamos maltratando y eso explica que los adultos salgan después como salen y que veamos los resultados de esta socialización en los diarios o en la televisión».
Los niños, recalca, tienen problemas de conducta básicamente porque se les está forzando a ser algo o personas que no son. El problema, remarca, es que los profesores que son profesionales con una gran dedicación y muy mal pagados, no reciben la preparación adecuada para lidiar con niños. «La pedagogía tal como se practica es una aberración, es de otra época, es feudal y es un modelo desfasado en la historia y en lo que podría ser la ciencia de la comunicación humana. Mientras sigamos formando niños así nadie va a quedar a gusto, ni los profesores ni los alumnos. Habría que diseñar otro sistema pedagógico para los profesores e implantarlo en las escuelas como una nueva cultura educacional. Se puede hacer mil reformas, pero más que nada son cambios cosméticos basados en el sistema que ha venido implantándose desde principios de siglo. El volumen de delincuencia y de drogadicción adolescente da pruebas de que el modelo no funciona».
Luz María Budge, decana de la Facultad de Educación de la Universidad Andrés Bello, no cree, en cambio, que las sanciones sean malas per se. «Creo que sirven para mejorar y corregir conductas y que cuando son bien aplicadas pueden ser productivas. Pero, para que sea eficaz, debe hacer sentir al niño la posibilidad de optar entre el placer de la conducta y el desagrado de otra. Debe entender que si hace algo para producir agrado, obtendrá lo mismo. En cambio, si genera desagrado, éste se le devolverá», sentencia.
La psicóloga Isidora Mena, doctora en Educación, considera que reemplazar el castigo por la conciencia del valor de una conducta positiva tiene mejores resultados en el comportamiento de los niños. «Si siempre estás castigando la conducta, estás ayudando a formar personas que guían lo que hacen o lo que no por el principio de evitar el displacer. Lo que es bien distinto a optar por formar en las personas una aptitud de hacer las cosas para conseguir agrado».

Miedo y culpa

Carlos Smith, sostenedor del colegio Gandhi de Valparaíso, que aplica un modelo educativo basado en la autonomía, sostiene que el castigo provoca culpa y miedo, y éste último coarta el desarrollo de la personalidad y con ello, el nivel académico. «El miedo es paralizante, lleva a tener comportamientos antisociales y es un proceso que crece y se desarrolla en la medida que se transforma en una constante. Hoy está absolutamente comprobado que el castigo no produce ningún efecto positivo».
Las razones del castigo se explican, a juicio de Smith, en el hecho de que el ser humano, llámese padre o profesor, siempre tiene expectativas respecto a otros y si éstas no se cumplen se castiga.
El castigo, además, produce otro efecto y el que no hace al castigado responsable sino que sólo culpable. Cuando uno es responsable tiene la posibilidad de reparar, de reconfeccionar, de restaurar la situación. Por eso, en reemplazo de los castigos hay que buscar la consecuencia lógica. Se trata de un acuerdo al que se llega entre ambos, que tiene normas claras que se establecen de antemano y que tienen que ser, además, de carácter flexible. Por ejemplo, si tu hija va a una fiesta y les das permiso hasta la una, sabiendo ella que si no cumple se expone a que no tenga permiso para la próxima fiesta, es ella la que toma la decisión. Si falla es ella la que se autocastiga. Ahora, debe ser flexible. Por ejemplo, si se demora una hora más y llega radiante porque cree que conoció al príncipe azul, como padre uno tiene que tener la capacidad de entender ese proceso y flexibilizar el acuerdo».
Para Smith el problema de los castigos y la posibilidad de llegar a acuerdos y consecuencias lógicas entre alumnos y profesores se resuelve primero si el colegio tiene claro su proyecto y desde ahí capacitar a los profesores en función de ese proyecto. «La capacitación de los profesores en su comportamiento en el aula debe ser permanente. Y no es fácil, muchos se resisten. A nosotros nos ha costado, pero a los profesores hay que seducirlos y convencerlos de que no hay otra alternativa. También a los apoderados».